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La suspensión del contrato en situaciones de dificultades de la empresa, derivadas de causas económicas, técnicas, organizativas o de producción, o de fuerza mayor, se ha considerado tradicionalmente como una institución al servicio del mantenimiento del empleo y de evitación de despidos colectivos.
No obstante, permaneció en la penumbra a causa de una regulación insuficiente hasta la reforma de 2010, que puede considerarse como la primera tentativa seria de dotarla de un régimen legal adecuado para que sirviera a esa finalidad. Sin embargo, enseguida se frustró, porque la reforma de 2012 solo la concibió desde la perspectiva de un incremento de la potestad unilateral de las empresas y en modo alguno como una medida alternativa a la extinción masiva de contratos. Puede decirse que dicha reforma redujo hasta la casi absoluta ineficacia la funcionalidad de los ERTES.
La legislación de urgencia derivada de la COVID19 los utilizó, no obstante, como la palanca central de salvaguarda de la vigencia de los contratos, a través de una normativa creativa, que ensanchó bastante su espectro y que concedió importantes ventajas a ambas partes del contrato, empresa y personas trabajadoras, para facilitar que se acogieran a las medidas suspensivas. Simultáneamente, se ponían trabas a la extinción de los contratos por las mismas causas empresariales y de fuerza mayor, persiguiéndose unos objetivos que eran diametralmente opuestos a los planteados por la referida reforma laboral de 2012.